lunes, 18 de julio de 2011

Articulistas - Amigos de siempre - Andrés Cañas Hernández

ANDRÉS CAÑAS HERNÁNDEZ

Amigos de siempre

        De entre las gentes sencillas de mi pueblo, a la gran mayoría de los que sobreviviéramos a las duras exigencias impuestas por los conflictos (socio-político-religiosos) de aquél tiempo y en nuestro país. A la gente de mi generación me refiero: a los que nacimos entre los años veinte y treinta del siglo XX, quienes tenemos aun la suerte de conservar amigos de la infancia y hablamos con ellos aunque sea por teléfono como yo venía haciendo con mi amigo Francisco Madrigal Cepeda hasta horas antes de morir, puede decirse que más que «suerte» lo nuestro podría ser como una gracia, un privilegio. Aún diría que por tener la misma edad y ser tantos los kilómetros que nos distanciaban físicamente, comunicamos como lo hacíamos nosotros, sin duda, para ambos ha sido siempre un auténtico placer. ¿Qué por qué digo esto? Por que los dos usábamos el lenguaje apropiado para entendernos y recordar episodios de nuestra adolescencia como verdaderos amigos desde siempre. 
         Es cierto que mantengo buena relación con otros, también amigos, pero hoy quiero focalizar mi atención en él, ya que acaba de fallecer y no me resisto, con permiso de la dirección de Pasos, a dedicar este espacio a su memoria, y expresar mi condolencia a toda la familia.
        Con Francisco, siempre hablábamos de todo un poco y especialmente de aquellas pequeñas cosas que tan presentes teníamos los dos y que nos emocionaban al recordarlas por haberlas vivido (padecido) en nuestra juventud. Además, como ambos nos «educamos» en unos años tan confusos y con tantas carencias (apenas pisamos la escuela) trabajando en el campo, alcanzamos la mayoría de edad sin «oficio». De ahí que a muchos nos obligase a salir a buscar donde fuese, dentro o fuera de nuestro ámbito originario, la manera de realizarnos, a sabiendas de que toda aventura conlleva su riesgo, pero había que desperezarse y correrlo. Con lo cual algunos nos convertimos en «ausentes permanentes» sin vocación de serlo. Sobre todo eso, y de los vaivenes que mueven la acción política actual, solían ser los temas centrales de nuestras prolongadas conversaciones, ya que a los dos nos costaba un mundo concluirlas. De ahí que cerrásemos nuestras chácharas con punto y seguido y un afectuoso «hasta luego»...
        Como se supone que hablar sin laringe y mantener una conversación fluida requiere un esfuerzo añadido, y él era una persona tan sensible al sufrimiento ajeno, tenía que decirle que solo era un «esfuerzo aparente» y solo relacionado con mi estado anímico; que no padeciese. Que observara que mi voz era más clara conforme íbamos hablando, hasta permitirme demostrarle que he logrado que me guste mi voz. Él, se reía y me felicitaba. A veces, por carta, al tiempo de interesarme por su salud. Le comentaba algo sobre la Cataluña que tanto admiraba (ahora es otra cosa) y también lo celebraba.
        Casi siempre terminábamos comentando lo que para muchos jóvenes del ámbito rural significó la «fiebre migratoria» de los años 50 y 60, y el esfuerzo que hubimos de hacer algunos para abandonar nuestro lugar de origen con la esperanza de encontrar un horizonte algo más claro que el que dejábamos atrás. Francisco era uno de esos hombres convencidos de que en pocos sitios dan algo a cambio de nada y sabía valorar el coste que ello acarrea.
        Por tanto, «Amigo Francisco, si desde el cielo se oye, sepas que recordando nuestras animadas charlas intentaré mantener el apretado lazo de amistad y afecto que nos unió y nos unirá siempre».

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