lunes, 18 de julio de 2011

Articulista - El libro que cambió nuestra vida - Ángel Olmedo Jiménez

 ÁNGEL OLMEDO JIMÉNEZ

El libro que cambió nuestra vida

         La Literatura es una afición complicada.
       Nuestros mayores, especialmente nuestros profesores de Lengua y Literatura (gracias señorita Ángeles), o como demonios denominen ahora esa asignatura tras la enésima reforma educacional, nos sumergen en una vorágine de aventuras que, por regla general, nuestro paladar falto de sensibilidad no es capaz de apreciar en su justa magnitud.
        No importa.
        Conviene que, en esa década y media, se lea como el que pelea en una batalla marcial o el que intenta salvarse de morir ahogado en medio de un río tumultuoso al que se ha visto precipitado involuntariamente. Con desenfreno y pasión, como si fuera lo último que fuera a hacerse en esta vida.
        Es imposible que El Quijote, sin haber vivido veintitantas primaveras, sea un libro degustado en toda su extensión. Determinadas empresas requieren una experiencia personal previa y un posicionamiento para con la obra que un adolescente no puede (quizá no deba) tener.
        Sea como fuere, lo más importante de ese periodo de formación consiste en que brote la ilusión o la inquietud en la mente, que perviva su fértil semilla. Que el espíritu aventurero y temerario se haga un hueco privilegiado y que sea capaz de atisbar un camino fluido y no exento de peligros entre las páginas de esos volúmenes que reposan en las bibliotecas familiares.
        Quizá, durante las dos primeras décadas de nuestra vida, sea necesario abanderar el culto a un autor, leer todas sus creaciones, defenderlo a capa y espada y, si cabe, denostar a otros por el simple hecho de no firmar con el mismo nombre de nuestro ídolo de cabecera.
El tiempo en la Literatura, sospechosamente, siempre acaba venciendo por el camino de la razón y la tolerancia.
        El proceso de maduración del espíritu (quizá la época universitaria) faculta a nuestra afición a ser promiscua y desenfadada, abierta a cualesquiera tipo de influencias que nos lleguen de las conversaciones más inesperadas.
        Sí, leer libros ajenos, detenernos en subrayados de terceros (tratando de descifrar la relevancia de un verso o de una escena en el cúmulo de la historia), adoptar como personales las referencias de escritores de cuya existencia, apenas cinco minutos antes, no teníamos ni la más remota idea.
        Abrir el abanico de estilos. Abandonar lecturas emprendidas por la pujanza y fuerza de una frase extraída fuera de contexto (y quizá mal traída a colación en una conversación nocturna y etílica de sonrisas, preludio de otras entregas mucho menos prosaicas)…
        De esos momentos, posiblemente, también formen parte la creación de la galería de los malditos.
        Aquellos monstruos literarios, esas obras que conforman el capítulo del aplauso generalizado por la crítica, esos tomos que adquirimos y los enviamos a un pudridero cuando, más que seguramente, fue nuestra capacidad de discernimiento la que hubo de personarse en tal estancia.
        Y, por supuesto, los indispensables.
        Esa terna de fenómenos de otro mundo que, sin contar con el predicamento de las firmas indiscutibles de la historia de la Literatura, ocuparon el lugar preponderante en nuestro corazón creativo.
        Treinta o cuarenta libros que acolcharían el fondo de nuestra maleta en el viaje al fin del Mundo… o en el viaje de los finales.
        Ellos enfocaron la luz sobre espacios que se antojaban inexistentes. Alumbraron motivos y sensaciones de ensueño que forjaron nuestro carácter personal.
        Como valientes samuráis, serían los compañeros con los que nos encaminaríamos a la más cruenta de las disputas, cofirmantes de un código de honor sin necesidad de ser suscrito, miembros de una secreta hermandad de ilusiones, pasiones y decepciones, fruto de las cuales aún nos podemos mantener en pie cuando el universo juega sus cartas contra (no confundir con “frente a”) nosotros.
        Y, efectivamente, el encuentro tardío con esos gigantes que nos asombraban y atemorizaban.
        Esa llegada madura, con una pizca de resentimiento y desconfianza, a la imaginación de héroes del noble oficio de la escritura, del artesano y dificultoso armazón de la creatividad en escenarios en blanco y negro.
        El único beneficio de la espera ante las obras de arte es que uno asume que la rendición ante las mismas resultará más serena y, simultáneamente, más real y honesta, desprovista de sentimentalismos y filias propiciadas por la facilidad a la sumisión.
        Siempre encontré complicado elegir un libro que se alzase como cúspide de mi todavía corta (a pesar de lo que digan los armarios de casa, Mamá) experiencia en la lectura.
        Puede que fuera más honesto y correcto seguir el consejo de Bolaño en una pieza (no tan) perdida (“Un narrador en la intimidad”) entre sus papeles y publicada en algún diario local bonaerense (Clarín).
        Allí, Roberto, con esa sensibilidad del que lo ha entregado todo por la Literatura (no queda otra opción), subraya: “Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final”.
Bolaño lleva razón (siempre la ha llevado), incluso cuando erraba.
        A veces fantaseo y sueño que Roberto Bolaño resucita y se coloca a mi lado, con su espada. Y que, unos pasos más allá, apurando un cigarrillo, con gesto serio, Martin Amis nos acompaña en nuestra batalla. Y, para completar el ejército samurái, Palahniuk se anticipa a Bret Easton Ellis, que nos observa algo extrañado, mientras acerca dos copas de whisky a Carson McCullers y William Faulkner.
        Salimos a caminar. Silentes. Confiados.
        Esas noches duermo tranquilo.
        Bueno, esas noches tan solo duermo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario