lunes, 18 de julio de 2011

Articulistas - Cavilaciones en Ruidera: ...Aquel olor a tierra mojada - Salvador Jiménez Ramírez

SALVADOR JIMÉNEZ RAMÍREZ


Cavilaciones en Ruidera


…Aquel olor a tierra mojada


        No había muchos momentos sosegados en aquel vivir, cuando mi infancia, entre oscuridades y destiempos del alma. Éramos, los chiquillos, inventores de entretenimientos del hambre, imposibles de alterar, en universos vedados, donde todo estaba condenado a llorar.
Hoy, sumergido en estas cavilaciones, me veo en aquellos días de ojos espantados por la inocencia y las emociones confusas; en escenarios de correrías y algazaras y de fe desaliñada. Y nuestro proceso mental, triste, fantaseaba con prodigios, para un vivir, en una fe, la de aquel universo, de ensueños e inconsecuencias, que no debía ser (como no debe serlo nada) absolutamente negable.
        Mientras, la luna llegaba y crecía, parábamos el sol con las manos para dejarlo como centinela inconmovible, en algún cerro o copa de árbol donde los pájaros reían y escandalizaba la urraca ratera y deslenguada. Y en las sendas, caminos y veredas, jugábamos al “pilla, pilla”, con las astutas y burlonas chotacabras que nos engatusaban denotando lesión o inexperiencia en el vuelo.
        Nuestras estrategias, bullas y sentimientos, también eran brisas del paisaje y religiones (con sus peticiones de limosna para el olvido) de la naturaleza.
        Las nubes engalanadas ensayaban en los “travesaños” cuánticos sus repertorios de tronatas ambulantes. Los nubarrones de color acero, por debajo de los cendales níveos, crecían bogando muy despacio en el aire. Las energías seducidas se rechazaban y sus descargas tajaban las redes de partículas del ambiente, transmitiendo supersonidos atronadores de miles de vibraciones o períodos por segundo. Y los pibes más fantasiosos, desnudábamos nuestra mente y conjeturábamos que tales estruendos los ocasionaban gigantes que habitaban en castillos de las nubes y boleaban con piedras descomunales por los caminos del cielo.
        Recuerdos ganados y quimeras esfumadas cuando oscurecía y nuestras enclenques y temblonas figuras estampadas en el cristal de un riachuelo, se difuminaban viajando con la corriente. Nuestras algarabías cesaban y los corrillos de la gente, en las calles, se disolvían en busca de cobijo, con miradas de desconfianza y palidez en los rostros. Las devotas matronas, con gestos apremiantes, esparcían sal, formando cruces, a la vera de los hogares y atrancaban puertas y ventanas claveteadas de carcoma y lustradas de mugre. Los perros corrían como exhalaciones, como las mismas centellas, con el rabo entre las piernas, encubriendo su fidelidad, nobleza o carácter.
        Los pájaros canaleros cesaban en sus conquistas, pendencias y disputas por hembras que no hallaban parada ni reposo ante tan desaforado cortejo. Las madres y las abuelas solicitaban la pronta presencia y recogimiento de los retoños, nombrándolos con voces que rebasaban las oscilaciones del grito.
        Con los pies en los peldaños de los taburetes, escondidos en despensas y camarines, espantados, con temblores que sacudían los músculos y la voluntad, se imploraba misericordia a Santa Bárbara Bendita, mientras los rayos hacían senda entre las arboledas. El monstruoso estruendo de los truenos aturdía empeños y convicciones. Entre tanta faena de los elementos el lienzo celeste se ennegrecía y la lluvia aparecía, y que no siempre era un diluvio.
        Las gotas de agua, con sus suaves y timbrados golpes, calaban y empapaban el lecho mullido de la tierra enmarañado de microscópica vida.
        Los iones que habían precedido al fenómeno meteorológico, que exasperaban y perturbaban el ánimo, se desdoblaban o eran reemplazados por iones portadores de sosiego. Y un olor tranquilizador a tierra mojada impregnaba el ambiente. Aquel agradable aroma de tierra húmeda, era causado por la geosmina, sustancia liberada por bacterias denominadas streptomyces coliecolor, “dormidas” en suelos poco alterados y contaminados, hasta que la humedad las transportaba al aire, que adquiría un olor etéreo “preticor”, considerado por la mitología griega esencia que discurría por las venas de los dioses.
        Hoy en aquel cielo de mi infancia, que aún no me habla ni exige nada, entre unos rayos de sol de autentico oro, navega (para llegar y retornar eternamente) una pequeña tormenta que ha mojado con un chaparrón de nada los rodales pajizos, donde los muchachos tripudiábamos; sitios hoy, de hospedamiento de nuevas formas instintivas de la vida y nuevos agentes y especies microscópicas casi conscientes (?). Apenas si miro lo que me es ya ajeno, y no quiero comprender ni comprenderme… El aroma del aire esta impregnado de vaguedades… En una falsa oleografía de mi mente hay sensaciones, vagas también, de dolores, vejaciones y alegrías, que se fugan de mi mente y regresan con facilidad.
        De pronto gano una remembranza que intemporaliza las dimensiones de todos los universos: el recuerdo de aquel olor a tierra mojada.


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