jueves, 25 de agosto de 2011

Articulistas - Las ratas siempre conocen la verdad - Ángel Olmedo Jiménez


ÁNGEL OLMEDO JIMÉNEZ
SUB DIRECTOR DE PASOS, ESCRITOR Y LETRADO
Las ratas siempre conocen la verdad

        Un hombre de sesenta años, cuerpo trabajado en gimnasio, bronceado más o menos natural, taza de alguna infusión en las manos, sentado en la terraza de la isla, y vestido como mandan los cánones ibicencos lo repetía una y otra vez.
        “Nos convirtieron en máquinas”.
        “El cuerpo humano -barruntaba- no se encuentra educado para, robóticamente, adecuar sus horarios a la funcionalidad de un esquema temporal preestablecido”.
        En la isla, la temperatura era sofocante, a pesar de que el calendario aún no había rebasado la mitad del mes de abril.
        “Deberías entendernos, muchacho –a voz en cuello y dirigiéndose a un extranjero que tomaba fotografías, acrobáticamente encaramado a un banco público. Ibiza es el paraíso”.
Varios años después, ese mismo hombre bailaba al ritmo de los timbales en una concentración de “indignados” en la Puerta del Sol de la capital del Reino.
        Parecía sosegado, feliz y disfrutando un momento especial de comunidad y gran peso histórico.
        Cuando acabó la música, se dirigió a un grupo de periodistas que estaban terminando de colocar sus cámaras en las fundas, y les espetó: “Dejad los cachivaches esos y quedaos aquí con nosotros. Ellos tampoco os representan”.
        Madrid, y el resto de España, vivía la noche de la jornada de reflexión electoral de las elecciones autonómicas y municipales del año 2011 (un recuerdo grato y afectuoso al violentado artículo 53 de la Ley Orgánica 5/1985, del Régimen Electoral General), mientras un colectivo de personas protestaban por lo que, a su juicio, era, en suma y en resumidas cuentas (con el yerro que toda generalización provoca) un sistema electoral injusto que desembocaba en unas instituciones representativas que olvidaban a aquéllos que las habían elegido, entre otras múltiples disfuncionalidades que, con la mano negra del mercado y la connivencia de los Gobiernos del orbe, habían concluido en el colapso generalizado de la economía y la negación del individuo tal y como se le conocía desde el renacer cultural moderno.
        Andado el tiempo, que es el mejor médico conocido hasta la fecha, las plazas de todos esos pueblos y ciudades de España fueron desalojándose, con mayor o menor premura, y la indignación se trasladó a otros medios más privados y recogidos.
        Desconozco si el hombre de Ibiza ha conseguido que su labor de prédica no caiga, como el grano bíblico, en el más agreste de los campos.
        Mucho me temo, sin embargo, que continuará intentando convencer a los desprevenidos turistas que se acerquen a aquella agradable terraza de la que, desafortunadamente, el olvido borró su nombre, pero no el magnífico sabor de su bollería recién horneada.
        Aquel hombre mantenía cierto acuerdo económico con el dueño de la cafetería-restaurante, el que, a su vez, confiaba los réditos de su fructífero negocio a una oficina de representación de una entidad bancaria japonesa que, recientemente, se había instalado en la isla con una más que agresiva política de negocio.
        Al pasear por el jardín de su cafetería encontré un roedor, mi incapacidad para distinguir si pudiera ser un ratón, hamster, rata o similar es tan preocupante como inquietante, que sonreía entre los tiestos.
        Apenas dos noches después de que la mayor parte de los “indignados” levantasen su acampada (léase ocupación no autorizada del suelo público) de la Puerta del Sol, un antiguo compañero del Colegio Mayor discutía sobre la verdadera incidencia del movimiento.
        “Es curioso -decía. El sistema nos ha llevado a depender de los bancos… Es como si su abrazo se convirtiera en una prisión”.
        Por alguna extraña razón, sus palabras me trajeron a la menta las del predicador ibicenco y no pude resistir cierto discurso verborreico.
        “Bueno, quizá haya que saber vivir dentro de las posibilidades de cada cuál. Si con dieciocho años quieres tener el coche que no puedes pagar y con veinticinco la casa que tardarás toda tu vida en comprar… puede que no toda la culpa sea de los bancos. De todos modos, hay un argumento que introduce el error en el planteamiento. Si alguien quiere acabar con el sistema, primero, ha de salirse de él y no reclamar los beneficios que éste proporciona sin asumir las cargas, más o menos pesadas, que su cálido abrazo, perdón por la utilización de tu metáfora, traslada. A lo mejor, Cantona no estaba tan loco cuando quería que todos sacásemos nuestro dinero de los bancos. Ninguna entidad de crédito, que me conste, obliga a que abras una cuenta corriente con ellos. El problema radica en que no podremos escapar de la carretera, si queremos llegar al final del trayecto y no estamos dispuestos a arremangarnos para construir un nuevo sendero. Peor aún si deseamos que nos los construya un tercero”.
        Mi amigo me miró con cierta desconfianza.
        Y sonreímos, satisfechos de compartir nuestros distintos pareceres en una agradable noche madrileña, tras haber recordado otras historias no tan lejanas en el tiempo.
        De repente, de entre los cubos de basura sin recoger de la calle Postas, apareció un animal que galopaba la noche con más velocidad y presteza que nosotros.
        “Salta, joder -le dije. Hay ratas, creo… Y éstas siempre sonríen… y lo saben todo”.
        Ante el ridículo espectáculo de saltos que habíamos deparado, me paré y le dije: “Deberíamos comer unas magdalenas… pero el sistema nos ha colocado las mejores demasiado lejos…Estoy por indignarme”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario