jueves, 25 de agosto de 2011

Articulistas - Odiad, malditos - Francisco Pérez Fernández

FRANCISCO PÉREZ FERNÁNDEZ
ESCRITOR Y PROFESOR UNIVERSITARIO
Odiad, malditos

        Tenemos un problema terrible en Occidente y que sobresale entre muchos. Se llama odio. Es multiforme, se enmascara, se mueve, se camufla, se distorsiona y a veces incluso llega a parecer que se esfuma y desaparece. Pero es apariencia. El odio crece, se transforma, medra, se alimenta de lo peor de nosotros, nos confunde y se esconde a la vista. Es tan retorcido y pernicioso que se hace llamar con otros nombres y se mimetiza bajo grandes palabras. Pero no os confundáis: Es odio y solo odio.
        Quienes lo cultivan, quienes empujan a otros al odio, se cuidan mucho de mostrarlo tal cual es. Lo venden como ideología, como un valor que se ha de preservar, como un estilo de vida en peligro, como una bandera, como una fe o como una cosmovisión saludable. Por eso, porque se viste de dignidad, el defensor y vocero del odio se cree digno, valioso y legitimado. Pero solo es un fanático patético que odia y, al odiar, difunde una plaga contagiosa. Es fácil verlo si te fijas bien. El odio siempre quiere mostrarse como valor, fuerza y justicia, pero no es más que debilidad, miedo e ignorancia. Pavor a lo que se desconoce. Invalidez mental. El odio es fundamentalista e inmovilista. Detesta el cambio y adora la permanencia porque vive en la falsa seguridad de lo que cree que ya conoce, de lo que cree que ya comprende. El odio es ese perro viejo que nunca aprende trucos nuevos. Que no quiere aprenderlos y que mordería de buen grado a quienes los enseñan. El odio ladra, aúlla, y, a veces, incluso muerde.
       El odio es esa atalaya de ideas extravagantes en las que uno se sube para agredir al vecino. El odio te hace pensar que eres buena gente a pesar de que te pasas la vida odiando y que, en el fondo, lo único que haces es defenderte de supuestas agresiones que solo están en tu mente perversa de odiador. El odio te dice que en realidad son ellos los que te odian a ti y que, por tanto, debes enorgullecerte de odiarlos.
        El odio es esa vocecilla que te ordena detestar a los negros porque tu eres blanco o a los taoístas porque eres budista; te incita a insultar a los del partido de enfrente porque no son del tuyo; te invita a perdonar el delito de los de tu bando y a sentir repugnancia por el de los otros; te hace defender la libertad desde la intolerancia; quiere que mates para preservar la vida; te hace imaginar que él y solo él es la verdadera justicia, la única fe, el único camino. El odio es jactancioso y te hace sentirte importante mientras odias. Gritar que odias. Fardar de que odias. El odio es el que te hace ver la paja en el ojo ajeno entretanto ignoras la viga en el propio. El odio -piénsalo- es el que induce a despotricar, a ofender, a gritar, a insultar, a querer el mal de gente a la que ni conoces. El odio es ese sentimiento que a veces te inunda la boca del estómago y que sólo se calma vociferando y agrediendo. Lo has sentido. Lo sabes bien.
        Sí. Tenemos un problema espantoso en Occidente y es el de los que odian sin control. Es una vieja cuestión que nos ha sembrado el continente de cadáveres. Porque el odio es una verdadera pandemia… Una semilla que cuatro iluminados plantan, que germina, que al principio sólo es un arbusto pero que bien introducida en un ecosistema se convierte en todo un bosque. Es una planta que se alimenta en las filas del descontento y se riega con el sudor de los menos favorecidos. Los agricultores del odio te dicen que debes maldecir a quienes no son de determinado modo porque es la única forma en la que te harás valer y en la que saldrás victorioso. Los jardineros del odio te mentirán sin empacho alguno. Te harán creer miles de inexactitudes, manipularán la realidad, la retorcerán a su antojo e incluso te harán dudar del testimonio de tus propios sentidos. Te dirán: “tienes que odiarlos y sentirte orgulloso de ello”.
El difusor del odio, ante todo, teme a un espíritu crítico, a una voz discordante, a una pregunta que no puede responder, a una idea diferente, a un testimonio independiente. Eso, justamente, es lo primero que intentará destruir. Lo peor para el discurso del odio es un librepensador porque es precisamente lo único que no puede combatir. En efecto. Cualquier tipo de odio está perfectamente pertrechado para defenderse de otro tipo de odio porque combate el fuego con fuego y, obviamente, reemplaza las mentiras ajenas con las propias. Sin embargo, el odio no puede nada contra la razón, contra el pensamiento inquisitivo, frente a quien busca en el trasfondo de las cosas, tras los bastidores que sujetan la realidad. El odio solo vale para odiar. No explica nada. No sabe nada. No entiende nada. No busca otra cosa que imponerse y perpetuarse. El odio quiere ser verdad, pero sólo alcanza a ser insensatez bien construida. El odio es un escenario teatral que quiere hacerse pasar por auténtico mundo y que, en ese proceso, confunde a quienes desean odiar. Porque el odio, no lo olvidéis nunca, solo hace presa en quien le escucha y está bien dispuesto.
        Creíamos en Occidente que esto ya no era asunto no era nuestro. Creíamos que nuestros peores problemas eran los inmigrantes, las crisis cíclicas, el calentamiento global, el paro, los sistemas educativos o el fracaso del sistema financiero. Y como lo hemos creído -nos lo han hecho creer- nos hemos ido echando en manos de toda suerte de extremistas, de los borriquitos, de los brutos, de los inmorales, de cualquier anormal que haya sabido disfrazar su odio perpetuo con piel de cordero. Pero los muertos de Oklahoma City, de Tucson, de Chechenia, de los Balcanes, del terrorismo, de los genocidios, del Ku Klux Klan, de la Guerra Civil, de dos guerras mundiales, de Oslo, claman desde sus tumbas: Nuestro peor problema, aprendedlo de una vez, es el odio. Siempre lo ha sido.
        No os lo creáis. No puede estar loco quien planea durante meses enteros, detalle por detalle, segundo por segundo, el modo en que va a asesinar a un centenar de personas. Hay que ser muy estúpido para creerse esa tontería. Simplemente ocurre que odia. Lo hace porque otros, esos que luego se esconden asustados de las consecuencias de su discurso maldito, se lo han estado exigiendo: “Odia, maldito”. “Ódialos a todos”.

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