TOMÁS PERALES BENITO
Los zapatos rotos
A Natalia Ginzburg le gustaba llevar los zapatos rotos. A mí también. En Las pequeñas virtudes, uno de esos libros que la memoria señala con insistencia, la granada escritora de Palermo rememora una infancia feliz, aunque con una espina: su oposición a desprenderse de sus zapatos apagados y cubrir sus pequeños y tiernos pies con otros relucientes. Lo hace muchos años después, entremezclando recuerdos infantiles con los de una juventud atenazada por el fascismo de su país. Yo despierto de mi letargo con los suyos y veo aquellos cimbreantes años de pantalón corto negándome infructuosamente, como ella, a abandonar mi calzado andrajoso. Pero, si nos une el amor por las letras, el horizonte de la rebeldía nos diferencia.
Natalia era una niña con claros rasgos de humildad anidada en una familia acomodada que hacia ostentación de su privilegiada situación. Y la clasificación social al que la conducía su madre era lo único que quebrantaba su apacible quietud. La renovación de zapatos que le imponía con excesiva frecuencia podría -pensaba- crear una barrera infranqueable con las otras niñas, muchas desconocedoras de esa prenda de lujo en los años veinte en la fabril Turín, a la que se trasladó la familia desde su ínsula natal. La relación con su madre se había fracturado para siempre. Con los años, al desaire de los zapatos le siguió otra contestación, ahora de fuerte calado: su unión con un intelectual pobre y de izquierdas, como debe ser, del que tomó para siempre el apellido, ya que el suyo paterno era Levi. Los mandamases de turno de época tan desgarradora y cruel la dejaron viuda a la primera oportunidad, y ella, que ya acariciaba con sus delicados dedos de señorita rebelde el lomo de la pluma, la agarró con fuerza para no soltarla con vida, dando la razón a los que piensan que escribimos para intentar desprendernos de los sinsabores. Y Natalia tenía muchos, desde sus experiencias familiares al suicidio tantas veces temido de su gran amigo Cesare Pavesa, el poeta de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, en una fría habitación de hotel de Turín.
Mis zapatos nuevos llegaban con criterios y tiempos bien diferentes de la escritora italiana: invariablemente con el homenaje a la feria, cuando se recoge la recompensa de todo un año acariciando la tierra, cuando se lucen los cuatro abalorios heredados o ganados, cuando se es dueño de unos días de ocio. Entonces los padres engalanan a sus retoños por un momento para espantar el infortunio en el que viven. "Mañana, al zapatero" oía año sí, año no en las proximidades de los festejos. Y comenzaba la oposición frontal: "Pero si los que tengo están aún en buen estado, y me caben". "¡Al zapatero he dicho!", concluía la resistencia, que no alcanzaba nunca el grado de numantina por la siega a ras de los pies que producía la férrea autoridad de la época. Recuerdo bien al zapatero de turno braceando hasta la extenuación para satisfacer a mi madre y colarme a mí un par. Salía derrotado; los daños a mis pies que les atribuía falsamente a los nuevos eran desmontados con habilidad y la experiencia acumulada con otros como yo en rebeldía ante el deseo ajeno de agregar brillo a los pies.
Recuerdo bien los días "de vestir". Salía a la calle embravecido tras sorteas con desigual fortuna la barrera final, la más dolorosa en términos de humillación. A la colocación del calzado nuevo, el traje entallado para la ocasión y la camisa almidonada le seguía en procesión el ritual de "pasar revista", palabras sin duda tomadas de los militares, y con idéntica acción, como muchos años después pudimos comprobar los varones: comprobar con ojos de lince si te encontraban en condiciones decorosas de franquear la puerta. La "inspectora" giraba sobre ti en un par de ocasiones para descubrir defectos. Las prendas de vestir ocultaban las profundas grietas que tenía nuestra higiene corporal, como delataban sin misericordia las partes que estaban al descubierto, como las extremidades, y se imponía la penitencia de corregirlo y volver a someterte al reconocimiento.
No eran muchas, afortunadamente, las ocasiones de vestir de etiqueta. El mundo social se suscribía a algún día cumbre de la feria, bodas y entierros. Sólo un acontecimiento se libraba de mis mudas palabras de disgusto: los arreglos de boda. Su singularidad, el ingenio desbordante de sus protagonistas, la poesía siempre presente, se acomodaron a conciencia en mi mente. En pocas ocasiones he sentido tanto un abandono.
Al cocer el tiempo lo que estaba aún crudo entendí el desvelo de mis padres por ofrecer a sus retoños el fruto cosechado con sus manos. Pero siguieron desagradándome los zapatos nuevos; aquella oposición se había grabado a fuego.
¿Hay un motivo que justifique la oposición a los zapatos nuevos? Siempre lo hay, aunque se esconda para no dar la cara. El mío era, y es, la servidumbre que imponen a lustrarlos con cotidianeidad. Y, en esta corta frase, aparecen dos palabras que me inclino a mandar al destierro: servidumbre y cotidiano. La condición de siervo la presencié con hartura en mi mundo rural manchego. Los desfavorecidos llamaban "amo" y reverenciaban con devotas inclinaciones de su cuerpo cansado al empleador, que las recibían como natural por su posición social. El orgullo, que no me ha abandonado, se retorcía de dolor al ver la bota del poderoso sobre el cuello de los que consideraba más míos por razones mezcla de cuna y selección. Lo cotidiano, ¡ay!, me abandona siempre. Las tareas repetitivas, fáciles para los de mente ordenada, me consumen. Por esto no me gustan los zapatos nuevos, que a los viejos no los mira nadie y puedes llevarlos como te plazca, pero con nuevos los cordones deben ir tersos y los lazos simétricos, y ante la mínima mota de polvo sobre ellos te acusan sin contemplaciones de guarro.
No. Decididamente, no me gustan los zapatos nuevos. Los viejos y rotos ofrecen más libertad. Y despiertan a tu alrededor la solidaridad. Natalia lo descubrió antes que yo.
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