sábado, 25 de febrero de 2012

ARTICULISTAS - La balada del hijo pródigo (II) - Francisco Pérez Fernández


FRANCISCO PÉREZ FERNÁNDEZ
Escritor y profesor universitario

La balada del hijo pródigo
(II)

"No, vamos a ver -le digo- cuéntamelo otra vez porque no salgo de mi asombro".

        Las que haga falta: me extrajeron ADN de treinta cabellos de diferentes partes del cuerpo, de la saliva e incluso de la sangre. Tardaron tres semanas en cotejarlo y el resultado fue negativo. Las pruebas de balística no eran concluyentes y las huellas dactilares no coincidían”.
 “¿Y aún así te condenaron a muerte con una grabación medio amañada que encima no se entiende?”. Asiente.
        “O sea, que lo del cacareado CSI es una gaita”. Vuelve a asentir.
        Es ahora cuando el difunto padre de José Joaquín, un valenciano terco y batallador con un par de narices, entra en escena. Una larga batalla legal, carísima, va a comenzar para prolongarse durante nada menos que otros cuatro largos años. Y él, en el corredor, comienza a vivenciar el verdadero significado de esa pesadilla jurídica que es la pena de muerte.
        “Allí, en Starke, prueban la silla eléctrica todos los miércoles para comprobar que funciona adecuadamente -me explica muy didáctico. Esto empezó a hacerse porque cuando yo ingresé me enteré de que al último ejecutado, por un fallo del aparato, lo habían carbonizado literalmente, y el accidente había despertado en Florida un debate legal acerca de la humanidad de este método de ejecución. Durante las pruebas es como te lo imaginas: las bombillas parpadean y todo eso. El caso es que la comisión designada por el Estado de Florida decidió que la silla eléctrica funcionaba bien y se reanudaron las ejecuciones programadas. Sorprendente porque, fíjate, en la siguiente ejecución volvió a fallar”. Y luego somos los españoles los que tenemos fama de chapuceros.
        Será entonces que José Joaquín comprende que la pena de muerte es una aberración y que toda su vida ha estado trágicamente confundido. Porque no hay nada de novelesco, o de cinematográfico, o de simplemente justo allí. Se funciona a toque de reloj. Los condenados pasan miles de horas en una celda de tres por tres metros y sólo salen al patio, para caminar y respirar aire fresco, durante una hora a la semana si hay suerte y no llueve. Como consecuencia, las secuelas físicas y psíquicas no tardan en hacerse notar. Con tanto tiempo encerrados en un espacio reducido, deprivados de estímulos y pensando sin cesar, es habitual que muchos acaben perdiendo la cabeza y tengan que ser trasladados a un módulo psiquiátrico. “Yo tuve suerte -razona- porque mi familia había armado mucho revuelo y recibía constantemente correo, visitas, daba entrevistas… En fin, todo aquel trajín me ayudó a no perder el juicio allá dentro como les ocurrió a otros compañeros. Piensa que la mayor parte de ellos son negros o hispanos, no tienen dinero y no pueden permitirse una defensa digna. Tampoco le importan a nadie. Incluso sus familias les repudian y acaban por no ocuparse de ellos durante meses e incluso años. Es un horror inhumano. Acaban volviéndose tan locos que en algún caso se pasan el día sedados y, cuando los ejecutan, prácticamente no comprenden ya nada qué lo que les está pasando”.
        José Joaquín quedó muy impresionado con uno de aquellos condenados, Frank Lee Smith. Un negro que se despertaba todas las noches proclamando su inocencia a voz en cuello. No dejaban de sedarle a causa de ello porque los carceleros allá no se andan con bromas. Le habían condenado a muerte por violar a una niña blanca y él, sin cesar, cuando los sedantes dejaban de hacerle efecto, exigía que se le hiciera aquella prueba de ADN que nunca logró que le hicieran durante el juicio. Frank terminó apartado, encerrado en el módulo hospitalario a causa de un cáncer de páncreas que dio fin a sus días. Los médicos que le hicieron la autopsia cumplieron finalmente con el deseo del reo: “Y mira tú por dónde, era inocente. El resultado de la prueba de ADN no coincidía con la que se practicó al semen encontrado en el cadáver de la niña. Frank pasó diez años en el corredor de la muerte sin motivo alguno. A veces me pregunto cuántos más habría así, como él o como yo mismo”.
 Una decidida ola de apoyo popular e institucional -y nada menos que un millón de dólares reunidos centavo por centavo por su familia, ojo- hicieron falta para que el caso de José Joaquín fuera revisado en un segundo juicio. Y tuvo suerte: lo habitual es que un recurso tarde en torno a tres años en prosperar y el suyo, gracias a la presión popular, llegó arriba en solo seis meses. Y ahora las cosas han cambiado de manera radical.
        El nuevo tribunal es consciente de que se han cometido muchas irregularidades y de que habrá que dar marcha atrás por lo que, tratando de salvar la cara a la justicia del Estado de Florida -recordemos que allá los jueces son cargos electos y deben dar explicaciones de sus errores al contribuyente-, le proponen que se autoinculpe para así poder liberarlo por la vía del indulto. José Joaquín, su padre y sus abogados se niegan. Sólo cinco días después de rechazar la propuesta de la fiscalía -6 de julio de 2001- se le declara no culpable y la pesadilla concluye. Tras esta experiencia tremenda solo ha aprendido una cosa: que la pena de muerte en los Estados Unidos no es más que otro negocio, caro, alimentado con millones de dólares que cambian de manos sin cesar y en el que, precisamente, lo menos importante es la justicia, la verdad o la más simple humanidad.
        La historia no tiene un final feliz. A poco de regresar a España, en Valencia, el padre de José Joaquín, ese luchador al que le debe la vida dos veces, fallece al ser atropellado por un motociclista en un paso de peatones. “Yo odié a ese motociclista -dice con los ojos llenos de lágrimas-, le odié de veras, con un rencor espantoso porque es humano sentirse así y hay que comprenderlo. Pero luego me acordé de mí. Me acordé de Frank y de otros. Y sobre todo comprendí que matar a la persona que había atropellado a mi padre no aplacaría ese odio o esa angustia. Porque ejecutar al otro no iba a devolverle la vida al mío. Qué duro si lo piensas, ¿no?: Tuve que pasar por el corredor de la muerte para comprender algo tan sencillo”.

        Es la letra final de la balada del hijo pródigo. De la historia del muerto que un día resucitó.


No hay comentarios:

Publicar un comentario