martes, 1 de marzo de 2011

ARTICULISTAS - Desazón - Ángel Olmedo

ÁNGEL OLMEDO JIMÉNEZ

Desazón

- Acto I -
        No quiero propiciar su tristeza.
        Jamás me lo perdonaría.
        La imagen más vívida de mi niñez es la de un automóvil (pequeño y blanco) que espera, en marcha, de madrugada, a que una puerta de madera se abra y que sus asientos sean ocupados con orden y sin demasiadas cavilaciones (como se realizan las acciones cotidianas que, sin embargo, albergan nuestras mayores preocupaciones).
        El vehículo enfila la recta de una calle que, conforme la edad avanza, parece acortarse en su espacio.
        El resto son kilómetros de carretera y sueño y descanso dejados en el sesteo danzado por la marcha del coche.
- Acto II -
        Supongo que, a todos, de un modo u otro, nos ha ocurrido con anterioridad.
        Sí, es esa complicada sensación de estar leyendo algo que hubiésemos jurado sufrir en nuestras propias carnes.
        A otros, quizá, les sucedió con las escenas de las películas que acudieron a ver en las proyecciones de los cines de verano (si es que todavía existen y no fueran asolados por el consumismo personificado en estas salas asépticas asentadas de los mastodónticos centros comerciales, con sus luces halógenas y reclamos publicitarios).
        Incluso, los más aventajados intuyeron sus reminiscencias entre el fraseo de algún cantautor al que, posteriormente, sorprendieron en la barra de un pub acompañado de una mujer, más que posiblemente, menor de edad.
- Acto III -
        Mis amigos no lo quieren confesar.
        En todo caso, adivino en sus ojos que ya perdieron determinadas ilusiones que profesaban, con vehemencia, años (no tan) atrás.
        Varias décadas después me arrepiento de esos accesos de voz que sacrifiqué en ánimos ante gestas que hoy, gracias a una perspectiva de realidad que la inocencia me impedía consentir entonces, admito con reservas.
        Suponer que todo puede ser mentira, una declaración de principios inviolable, no implica, necesariamente, ser un descreído.
- Acto IV -
        La vieja costumbre de atesorar una memoria tangible de los recuerdos acarrea, a los organismos más sensibles, diversas puñaladas que los viejos corazones ya no encajan con igual gallardía.
        Algunas fotografías no parecen envejecer con nosotros. ¿Alguna lo hizo?
        Las viejas agendas guardan números de teléfono (móviles y fijos) que no vamos a volver a utilizar. Direcciones de lugares que nos acogieron y que, hoy, nos transmiten un indudable sentido de lejanía y ajeneidad.
        La letra manuscrita de las cartas antiguas no se ha borrado, a pesar de que las palabras ya no guardan el mismo significado que el que tuvieron el día en el que fueron escritas.
- Acto V -
        Las páginas de los libros que ya he leído me desafían desde sus estanterías.
        Unas me sonríen con cierta condescendencia (Amis, Bolaño, Palahniuk), otras altivas y con suficiencia (Pérez Reverte, Cortázar, Nabokov), incluso, al fondo, victoriosas y virginales, algunas recelan de presentarse ante mis ojos (Joyce, Alighieri, Boccaccio).
        Repaso con cariño los lomos y acaricio sus encuadernaciones, intentando revivir los momentos de imaginación y compañía que sus historias me ofrecieron y que, sin embargo, mi débil memoria no ha sido capaz de retener con la suficiente firmeza.
        Miro el reloj que cuelga de la pared de la habitación. En su esfera, coronándola, la inscripción tempus fugit, refiere la levedad de nuestra existencia.
        Principio, en mi cuaderno de tapas negras, una anotación sobre la supremacía de la Literatura.
        Solo ella quedará cuando todo haya desaparecido.
        Y mirará nuestros cadáveres con ojos compasivos.
- Acto VI -
        Desearía olvidar.
        No puedo.
        Recuerden. No quise animar su compasión.

http://elrefugiodelhorror.blogspot.com


No hay comentarios:

Publicar un comentario