martes, 3 de mayo de 2011

Las niñas de "La Complu"



ÁNGEL OLMEDO JIMÉNEZ


SUB DIRECTOR DE PASOS, ESCRITOR Y LETRADO

La juventud universitaria, como es procedente y lícito en los que deberían de ser los gérmenes de la inquietud, anda a vueltas respecto de la conveniencia de las capillas católicas en el recinto universitario.
Hasta ahí todo correcto (mal día aquél en el que los sectores más jóvenes de una sociedad avanzada se detengan y adopten como propio el status quo de sus mayores).
Sin embargo, algunas más avezadas y libertarias decidieron (a imagen y semejanza de lo que meses antes había acontecido en Barcelona) tomarse la justicia por su mano y mostrar sus adolescentes pechos en la capilla de la Universidad Complutense de Madrid, blasfemando, ridiculizando la figura del Papa y haciendo escarnio del lugar sagrado y de culto.
En algunas crónicas (soy de los que gusta de leer en varios medios y pocas veces en los considerados oficiales), se refiere que ciertas señoritas del colectivo reivindicativo, con sus torsos desnudos, llegaron, incluso, a hacer gala de su tendencia homosexual en el altar de la capilla de Somosaguas, mientras en sus cuerpos se adivinaban proclamas a favor del lesbianismo.
Satisfechas de su hazaña, subieron su actuación a la plataforma de vídeos Youtube, con objeto de que la propaganda en Internet favoreciera sus aspiraciones y objetivos.
En el diccionario, a una actuación aglutinada bajo las anteriores componentes, se le conoce como herejía o profanación. Por su parte, el Derecho Canónico reserva al grupo de estudiantes una serie de penas y sanciones que, en su caso, podrían llegar a la excomunión (temo que a los precitados tal cuestión no les desvelará por las noches; cuestión distinta quizá sea la suerte de aquéllos cuatro individuos que fueron detenidos a resultas de su performance antes esbozada. Ay, el Código Penal, ese sí asusta un poco más).
A mí, católico no muy practicante, que unas señoritas y unos caballeros se dediquen a protestar respecto de la presencia de capillas en la Ciudad Universitaria me resulta de lo más sano. Es más, conviene que la Universidad continúe siendo un foro de debate en el que, con el respeto democrático por bandera, las ideas se enriquezcan gracias a los diferentes puntos de vista del nutrido grupo de representantes de lo que, me gustaría pensar, es la sabia de nuestra futura elite intelectual.
Sin embargo, que unos canallas desalmados se personen en un lugar sagrado, se mofen y hagan pública befa de las creencias de cada cual, pretextando su libertad sexual y religiosa, se me antoja carente de justificación alguna y, lo que es más duro aún, ampliamente revelador de la dudosa conducta que una sociedad como la actual aplaude cuando alguien quiere resultar trasgresor.
Me explico.
Si estas dulces y bellas señoritas se quieren y gustan de los juegos de Lesbos, pues fenomenal y que les aproveche.
Cuestión distinta es que, en el ejercicio desbordante de su legítima libertad, se permitan el lujo de trastocar y herir la pacífica y no invasiva libertad religiosa del resto de los mortales.
Si quieren lucir sus pechos y entregarlos a las manos o bocas de sus pares, que procedan.
Si desean criticar la actuación de la Iglesia y demonizar su aberrante actuación, pues adelante, pero con el respeto que a ellas les permite, en el día de hoy, defender sus ideas dentro de un orden mínimo en el que la violencia (frente a la que la única respuesta posible es la misa de desagravio) queda fuera de los límites tolerables.
Me recuerda esta actuación a la que gustan de escenificar los antitaurinos cuando llega San Isidro o, hasta el año pasado, en la Monumental de Barcelona.
Recuerdo que, en determinada ocasión, un joven, cuando me dirigía a ocupar mi localidad en la Monumental de Las Ventas del Espíritu Santo, me asaltó en pleno descenso por Alcalá.
Tras negarle, educadamente, su panfleto en el que se adivinaba la recurrente “La Tortura no es arte ni cultura”, el caballero consideró oportuno proferir, dirigiéndose a un colectivo entre el que me cuento (el de los amantes del arte de Cúchares), el epíteto de desalmados.
Como contaba con tiempo, me giré y le conminé a que reportase su actitud, ante lo que el sujeto de marras contestó con un, francamente esperado, fascistas.
Tras eso, y ya con cierta pena, me dirigí a él y le expuse, con más tranquilidad de la que el momento quizá propiciaba, que a mí me gustaban los toros y a él no. Que yo, posiblemente, no comulgara con el hecho de que me aborden por la calle y me quieran convencer de algo que no comparto pero que, como miembro de una sociedad democrática, trato de atemperar mi desconcierto y asumo que otra persona, además de pensar distinto a mí, tenga el objetivo de cambiar mi punto de vista.
Creo que también le invite a que, algún día, y sin esos papelitos (o con ellos guardados [la provocación siempre ostenta un punto de falta de decoro], se sentase en un tendido de Las Ventas y, junto a algún buen aficionado, presenciase una corrida, escuchando los secretos de un arte como el que él denostaba.
Si la memoria no me falla, cuando el propagandista comenzó a alterarse, le sugerí que se parecía mucho al perro del hortelano y, con ésas, me despedí porque la corrida iba camino de empezar.
Con el asalto de la capilla, me ocurre lo mismo.
Me gustaría poder charlar con alguna de las reivindicativas y que, en una cafetería, expusiera sus razones y argumentos, entablando una amistosa discusión (si es posible con los pechos cubiertos, porque me suele descentrar la desnudez femenina).
Sin embargo, me temo que, al igual que con el manifestante de la Calle Alcalá, la cuestión acabaría con más de un malentendido.
Estimo que, al final, todo se resume en una cuestión de teleología (y no de teología).
Por ello, quizá, jamás intentaré convencer a nadie de que le gusten los toros, o de que crea en Dios, o de que disfrute un domingo de primavera viendo el Tour de Flandes.
Tampoco entiendo como existe gente que se tumba horas y horas en la arena de una playa. Pero, hasta la fecha, no me siento delante de ellos o les coloco una sombrilla.
Porque, para cada cual, su sol es su sol, queme más o menos.
 

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