El relato inacabado
TOMÁS
PERALES BENITO
ESCRITOR, NATURAL DE TOMELLOSO
desde aquel momento ya no podía ser el mismo que había descendido eufórico y expectante de la aeronave que nos trasladó de un salto a la capital moscovita. El ensimismamiento que se había apoderado de mí, impidiéndome incluso disculparme por mi estado meditabundo, amenazaba seriamente con hundir en el fango las vacaciones organizadas con tanto deseo. Me reprochaba amargamente ser el hilo inductor de su fracaso, pero aquel relato inacabado se instaló en mi cabeza y no permitía otros pensamientos. ¿Me impedía? -me pregunté tímidamente-, ¿hacía intentos de desalojo del invasor? No fue necesario esperar a que surgiera la respuesta; la conocía demasiado bien. Encontrar un relato, tan bello como intrigante, huérfano de final, era un reto demasiado grande para cualquiera dedicado a escribir. Y los desafíos mandan.
Siguiendo el ritual del buen turista, convinimos destinar la primera mañana a visitar la Plaza Roja, añadiéndose el museo Puskin por encontrarse a un paso. En ningún momento hubiera incluido esos destinos en mi itinerario, pero me doblegué a la voluntad de la mayoría. El monumental Kremlin y el mausoleo del ideólogo del comunismo me eran indiferentes, excepto por la cruenta huella surcada en el cuerpo y el alma de los que lo padecieron; tampoco el vecino museo, que se anunciaba en nuestra quía como «Museo estatal de arte figurativo», que yo asocié al momento con el arte local, tan alejado de mis preferencias. Ése fue mi error, y el motivo de la pesadilla, que trasladé a mis acompañantes.
Fui el primero en traspasar la puerta del museo, previsiblemente con el deseo de abandonarlo cuanto antes. Recorrimos un intrincado laberinto de salas con desigual interés; con regocijo, el de mis compañeros de ruta, y con calladas suplicas por alcanzar la calle, el mío. Pero, en uno de sus rincones más ocultos, mis ojos se posaron caprichosamente en dos papiros encerrados ente láminas de fino vidrio. Me acerque, aunque expectante, con temor a encontrarme ante una burda imitación del arte de los constructores de pirámides. No; aquellos soportes, con inconfundibles caracteres hieráticos, eran verdaderos. Se podía leer, en diferentes idiomas, que habían sido escritos durante la dinastía XXI (s. XI) de los faraones, que se encontraron en 1891, y que habían sido adquirido en un bazar cairota, al que fueron a parar, por un erudito ruso.
«Sólo se han recuperado ciento veinte líneas, habiéndose perdido el final», advierte a los visitantes el Museo. Contemplé, asombrado, la fina caligrafía de sus caracteres y me dispuse a leer su traducción. Se llama «El viaje de Unamón» y se refiere al encargo que recibió un alto funcionario del templo de Amón, en Tebas, de Amón-Re, el soberano, de que se desplace a Biblos para comprar la madera de cedro que necesita para una nueva barca real. Desoyendo las peticiones de mi pequeño grupo de ociosos, que se convirtieron, ante mi actitud, en claras insinuaciones de desentenderse de mí, me dispuse a leer con tanta devoción como avidez mientas me preguntaba inquieto ¿dónde se encuentran, de existir aún, Biblos y Tanis? Ya lo averiguaría.
Para su viaje a la ciudad de la codiciada madera, Unamón debe pedir permiso de transito a Smede, el rey de Tanis. Amón-Ra le ha extendido un documento en el que detalla las intenciones de su siervo. No solo lo obtiene sino que, sumiso a la voluntad de su poderoso vecino, le facilita un barco y una tripulación, que pone rumbo a su destino por el mar de Siria. Pocos días después llegan al puerto de Dyar, próximo a Biblos, y su príncipe, Beder, ante la visita de tan importante dignatario, le envía cincuenta panes para la tripulación y una jarra de vino y una pierna de buey para él. Lo invita al descanso antes de alcanzar la ciudad suministradora de cedro, a dos jornadas de allí. Pero, durante la primera noche, le roban el oro necesario. Unamón pide explicaciones al gobernante, haciéndole responsable de la seguridad de sus huéspedes y le exige su restitución en nombre de su monarca, que podría tomar represalias. Sin embargo, la respuesta que recibe dicta mucho de ser la esperada: «Hablas en serio o inventas -le dice-. Mira, yo no sé nada, el ladrón de tu dinero es de tu tripulación, búscalo tú». Desde esa situación, el relato continúa con una serie de ingeniosos y bellos diálogos, que son el alma del viejo documento. Las conversaciones duran meses, hasta que, vencido, Unamón envía a un emisario a Tenis y regresa dos meses después con más oro para la ansiada madera, que, finalmente, cortan trescientos hombres en las inmediaciones de Biblos, es embarcada y se pone rumbo a Egipto. Había pasado un año.
Pero no acaban ahí sus peripecias. Un vendaval desvía la nave a Chipre, y en su puerto sufren un asalto de los piratas. Advertida Hatbi, la reina chipriota, de que se trata de un funcionario egipcio de alto rango, lo toma bajo su protección. Pero el relato se acaba; las ciento veinte líneas anunciadas se han consumido. Es el momento en que tomo conciencia de dónde estoy y de mi situación: me encuentro solo. Siento angustia por mi desconsiderado proceder, pero ese sentimiento desaparece al avistar un asiento vacío, al que me dirijo a buen paso, extrayendo cuaderno y bolígrafo de mi bolsa de turista, para idearle a Unamón un final feliz y, ante todo, meritorio.
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