JUAN CARLOS PARRA ROMÁN
¡Qué bueno que existes!...
¡Qué bueno que existo!...
Cuenta un anciano en una de las novelas de Jostein Gaarder lo siguiente: “Se tienen dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etcétera, y si vas calculando así, hacia atrás, llegarás pronto a una cifra inmensa”. Piensa por ejemplo en los tiempos de la peste 1349… la muerte iba de pueblo en pueblo, de casa en casa, y los más afectados fueron los niños. En algunas familias murieron todos, y en otras sobrevivieron quizá uno o dos. Miles de antepasados tuyos eran niños en aquel momento, pero ninguno de ellos murió. Si no, con que hubiera faltado uno solo de ellos, no estarías aquí desde luego.
La posibilidad de que ninguno de tus antepasados muriera de niño, a lo largo de los siglos, ha sido una entre millones. Porque no se trata únicamente de la peste negra, ¿sabes?, sino que, además, todos tus antepasados llegaron a adultos y tuvieron hijos, incluso durante las peores catástrofes naturales, e incluso en el tiempo en que la tasa de mortalidad infantil era muy alta. Naturalmente, muchos padecerían antes una enfermedad, pero todos se recuperaron, has estado a un paso de no llegar a existir millones de veces. Tu vida sobre este planeta se ha visto amenazada por insectos y animales salvajes, por meteoritos y rayos, enfermedades y guerras, inundaciones e incendios, envenenamientos e intentos de asesinato. En cada una de las guerras civiles hubo centenares de antepasados tuyos heridos, en ambos bandos. Cada vez que han volado flechas por los aires, tus posibilidades de nacer han estado bajo mínimos. ¡Y sin embargo, aquí estás, hablando conmigo! ¿Lo entiendes?
Estoy hablando de una continua cadena de aparentes casualidades. Una cadena que retrocede hasta el origen primero de la vida, y que ha hecho posible todo lo que vemos ahora. La posibilidad de que mi cadena no se rompiese en ningún momento en el transcurso de tantísimo tiempo es tan remota que resulta casi impensable. Pienso que cada pequeño habitante de la tierra tiene una enorme suerte.
No sé qué pensarías, querido lector, cuando ibas avanzando por cada una de las líneas anteriores. En mi caso te cuento que me recorría el asombro ante algo tan obvio. ¡Es verdad! Si estoy aquí ha sido después de superar muchas posibilidades de no hacerlo. Cada vez que una pareja, hombre y mujer, concluyen su enamoramiento en la formación de una familia concreta, y no otra, cambia también el curso de la historia o mejor dicho aportan un grano de arena insustituible a la historia misma. En algunos casos porque de su seno nacerá un pensador, un artista, un profesor… en otros será un barrendero, un agricultor, una ama de casa… siempre un ser humano que dejará una huella en el surco de su hogar, de su pueblo, de su nación, del mundo
Podríamos pensar que nuestra existencia es fruto de la casualidad o bien que es fruto de una particular providencia de Dios. Permíteme, querido lector, hacerte una confesión, yo soy de los que piensan en la segunda hipótesis. Sé que tu y yo estamos aquí en el mundo para algo, sí, algo más que rellenar veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año… Tenemos una misión que cumplir y por tanto una gran responsabilidad. ¿Qué no sabes cual es tu misión? Pregúntatelo en la tranquilidad, en el sosiego y llegarás a la conclusión que merece la pena vivir, que sí, convéncete, que de ti y de mí dependen muchas cosas grandes. Pero los peldaños hasta llegar a esas cosas grandes, son las cosas pequeñas, normales, ordinarias, de cada día, si procuramos hacerlas bien y buscando lo mejor para los demás.
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