martes, 27 de diciembre de 2011

Articulistas - El Niño Segador (es un relato) - Salvador Jiménez Ramírez

SALVADOR JIMÉNEZ RAMÍREZ
Ecologista y escritor 

CAVILIZACIONES EN RUIDERA

El Niño Segador
(es un relato)

        En aquellos tiempos de la infancia de aquel niño, se solía decir que, cuando en una casa su moradores no tenían mucha cosa que llevarse a la boca o ‘comer como Dios quiere y manda’ se estaba “a dos velas, sin blanca...”, o la familia “tal”, “no tiene con que hacer aire…”.
        Así estaban en su hogar y su padre ya sexagenario y él un monicaco. De madrugada su padre aparejó el burro “Chato” y lo enganchó en el carro y echó el hato: dos panes de candeal (con algún cantero de menos) que almacenaban en su casa en una tinaja de barro cubiertos con una servilleta o costal humedecidos, para que no se endurecieran; una tira de tocino, más bien rancio; unas cuantas patatas; harina de titos para gachas, pimentón, sal, un poco de aceite en una redina; una bombona forrada con tomiza de esparto, con unos litros de vino; una saca llena de paja para dormir y si se terciaba echarle comida al burro; un costal con centeno para el animal; dos hoces, un tonel de madera con agua, la escopeta, el cuchillo ‘Manolo’ y una manta. Partieron hacía el cortijo de ‘La Mierera’, que era el lugar más próximo donde necesitaban “mano de obra” para la siega. El niño muerto de sueño y con mucho “estragamiento” (que se decía) en su cuerpo por la desnutrición y también por las distonías del alma, se acurrucó entre los trastos, con la testa dando cogotazos en el adral del carro...
       Los gallos, canonizados por las galanuras e inciertos tanteos de la naturaleza, para hacer de contadores y vigías trovadores de episodios de las viradas del tiempo y de instantes de la vida, con sus matracas, porfías y repiqueteos de quíquiriquis, marcaban y pregonaban la venida de un nuevo día... Y quien sabe si de algún augurio que, solamente, su biología percibía y entendía.
        Las fragilidades o anomalías que suelen presentar los asnos para la tracción o arrastres de carruajes, el borriquillo “Chato” las contrarrestaba o se sobreponía a ellas, por el trato entrañable que le dispensaban y por el apego que el les tenía. Y cierto es que, a pesar de las brusquedades de su padre, con sus exacerbados cambios de temperamento, nunca fustigaba al animal ni con palo ni con látigo (trato habitual dado a estos équidos, desde el inicio de su domesticación por el sujeto humano); alguna que otra vez con chasca de encina o támara de matojos... Resulta un tanto chocante cómo respetaba su padre la dignidad e integridad del dócil asno (lustroso y negro), que tanta utilidad les proporcionó, hasta que se agotó su vitalidad, (lo que hicieron con él los últimos días de su vida fue cruel) librándoles de un sinfín de sufrimientos a cambio de yacija; algún desecho de hortalizas, paja y centeno. “El forraje, el palo y la carga para el asno; el pan, la corrección y el trabajo para el siervo...”. El Eclesiastés 33-25.
        Su ser, agotado y turbado por lo inesperado que les pudiera deparar el día, no “registró” apenas nada hasta que llegaron al tajo, a excepción del chasquido de los cascos, mal herrados, del borriquillo, cuando percutían, repicando, en los riscos mondos haciendo que saltaran chispas; del traqueteo del pequeño carro encajando las ruedas en los relejes marcados en los caminos, durante siglos, por el tránsito de miles y miles de carruajes y de la lisura de la brisa, del día que alboreaba, cargada de fragancias de los matorrales del monte, apretándose en el talle de cañadas y vallejos; aromatizando y acariciando el donaire de la naturaleza, como proveniente de ese “...hay algo aunque no se vea...” (que solía decir su madre), insuflando afán, energía y vida a la propia vida… Su padre, absorto y apesadumbrado, como poseído por oscuras maquinaciones de la existencia, de allá para cuando, arreaba al borrico y mascullaba pensamientos, desdoblado en su universo interior.
        Prestos en la rastrojera, sin más alimento en el organismo que sus reservas de hambre y unos tragos de agua o vino y un cigarro de “cuarterón” los adultos, (su padre no fumaba) diez o doce segadores, más negros que un tizón y las manos más ásperas que un rastrillo; con las camisas-blusones “grafiteadas” de azufre y salitre, de la agotadora brega de la jornada anterior (muy habituados y baqueteados en aquella faena), al despuntar el sol; atados con presteza manguitos y zoquetas, hoces “en ristre” se espatarraron en los lomos del trigal, cebadal o centenal y se lanzaron como auténticas exhalaciones, guadañando mies y toda mata que sobresalía más de un jeme por encima del surco... Su padre y el niño los siguieron… El niño segaba medio surco a la ida (por vez primera en su vida) y el otro medio lo remataba al dar la vuelta al final de la besana, al cambiarse la cuadrilla a segar otro surco. Su padre, a pesar de sus sesenta años no presentaba grandes pegas para desarrollar aquella tarea, al ser de complexión fuerte, hábil y curtido en sobreesfuerzos físicos… Pero él no tenía ni edad, ni experiencia, ni brío para, de sopetón, realizar tan dura actividad...
       Transcurridas un par de horas, bascando, con la boca abierta y reseca por la flama que emanaba del rastrojo; cortando mies a “troche y moche”, como un zombi, vio que un individuo, que sería el ranchero, cachicán o tal vez un zanguango, guisaba unas gachas con harina de guijas para todos los segadores... Y abrasando, hasta pelárseles las encías, casi se sorbieron el condimento; unos segadores sentados en piedras; de pie otros y alguno de rodillas en los surcos. En el ser del niño comenzaron a manifestarse ciertos síntomas de afasia, indiferencia e invalidación de todo lo que le rodeaba... De repente, calamocanos casi todos los de la cuadrilla, con ciertos ademanes de maldad, picardía y porfía para probarse las fuerzas; tras haberse orinado en las manos, para insensibilizar callosidades y grietas; revisar las zarrias, peales y calzaderas de las albarcas y amarrarse en las manos las zoquetas, se pusieron manos a la obra como verdaderas fieras. Él, instalado en un abismo temporal, sin asimilar la realidad “se las vio y se las deseó…”, para acoplarse y atarse unos dediles de caña (de las mismas cañas con las que solía pescar), que había forjado su padre para que no se cortara los dedos… El hato quedaba alejado, a la sombra de unas matas de encina. Y un cántaro de barro con agua para los segadores, que se “refrigeraba”, en plena solanera, entre unos haces de mies; con la boca tapada con un manojo de ramas de retama, encina o manada de rastrojo para que no “cayeran bichos”, (coleópteros y otros que acudían en bandadas a refrescarse, libando el agua que el recipiente perdía por las porosidades) más cerca del tajo.
        De poco servía el que la vasija estuviera próxima al corte, ya que si se bebía agua (agua que siempre contenía animalillos y hojarascas, y para no atragantarse había que escupirlos con prisa y maña) más veces de las que el manijero, la costumbre y el ritmo de la siega imponían, se perdía surco o vuelta y el segador quedaba ridiculizado, y por tanto, por “hombría”, debía autodespedirse; al haber desacatado la tradición que, aquel universo y tropa (opresores, esclavizadores y clasificadores) exigían. Los cuerpos bascaban, con espumarajo en la boca, por el achicharrante sol y la flama que despedían tierra, mies y rastrojera… Y las martirizantes sinfonías monocordes de chicharras “tuetes”, langostas; guarniciones de tábanos y legiones de otros insectos, entre ellos camarillas de moscardas pegajosas y gorronas; siempre venteando, al acecho para participar en el reciclaje (con sus puestas de larvas) de residuos, seres vivos que sucumbían y materia que se transformaba. Las caballerías de los segadores y el burro “Chato”, sangraban por todo su cuerpo aguijoneados por catervas de tábanos, sanguinarios, que, con monstruosa avidez les succionaban el líquido arterial a las dóciles bestias; sustancia esencial para que aquellos insectos dípteros, se reprodujeran y no se extinguieran.
        Hubo un lapso temporal en el que todo se cruzó y enredó en su mente, por lo que no tenía sensación ni de él, ni de figuras reales; ni de espacio; ni de tiempo, ni de entendimiento... Un manto de lóbregas tinieblas obscurecieron la inclemente realidad, mutándola en una silente celda de sueños extrañados... Fue como si lo pautado por la vida, se hubiera evadido por un inescrutable interludio entre el espacio y el tiempo, Por ello no recuerda si fue a la hora del “mojete”, (comida) de aquella primera jornada de siega o al siguiente día, cuando el bigardo del ranchero se disponía a guisar un “calandrajo” de patatas con caldo y bacalao, cuando su padre le observó con mirada honda y atribulada... Le miró como un ser con el alma abdicada; como solicitando favor por una incesante tragedia; como queriendo abrir huecos y visualizar dimensiones, limadoras de errores y remordimientos... En seguida bajó la vista al surco que segaba y con el fracaso de las equivocaciones, propósitos; la soledad de actitudes, rectitudes, prejuicios, debilidades; desafueros a los que la supervivencia obliga y el abismo de la desolación en su alma; sin exclamaciones ni interrogaciones, les participó al cachicán y al resto de los segadores que dejaban de segar: “...porque no puedo ver a mi hijo penando tanto...”.
        En el orbe de las percepciones y sensaciones del niño y de lo ajeno, se quebraban y recomponían la esencia de los seres y las cosas... Y se dimensionaban y trastornaban el huir y el quedarse en su ser, en aquella existencia; sondando los ámbitos donde somos vividos. De regreso al hogar, con el declinar de la tarde, su ausencia íntima e indiferencia, cohibidas y afligidas... Ni magia celeste, ni encantamiento de campiña, ni sensación de tiempo… Universo inmenso, devorador y deforme... El niño sin experiencia útil de fracaso y supervivencia, tosiendo tierra; reconocidos la benevolencia y pesar de su padre, lo durmieron el cansancio y el incomprensible e inconstelado destino...

2 comentarios:

  1. Sublime relato de recuerdos tan entrañables como desgarradores. Salvador Jiménez Ramírez, fiel a su estilo de una prosa rica y bien engalanada, cuál poética poesía de los sentidos vividos...

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  2. Sublime el estilo, exposición y descripción de estas duras vivencias de infancia. Este relato de Salvador Jiménez Ramírez escrito en prosa con ecos de poesía cuál trovador de nuestros días...

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