martes, 27 de diciembre de 2011

Articulistas - La balada del hijo pródigo (I) - Francisco Pérez Fernández

FRANCISCO PÉREZ FERNÁNDEZ
Escritor y profesor universitario

La balada del hijo pródigo
(I)

        Su aspecto es sumariamente normal. Uno de tantos. Se trata de un hombre tirando a pequeño, robusto, que ha pasado la cuarentena. Su padre era español, de Valencia, y su madre ecuatoriana (lo cual explica en gran parte su aspecto físico, de marcados rasgos hispanos). José Joaquín tiene la doble nacionalidad hispano-estadounidense, vive a caballo entre su querida Valencia y su no menos querido Miami. Sería otro de los muchos que pasan la vida en el aire, brincando de un lado al otro del charco, de no ser por un sutil detalle que le hizo en su día mundialmente famoso: pasó tres años en el corredor de la muerte del penal de Starke, en Florida, por un delito que nunca cometió. Y es de los pocos que puede contarlo. Por eso, cuando habla, es de los pocos tipos que conozco que tiene algo que decir y a los que merece la pena escuchar.
       “Tienes que entenderlo -razona-, allá en Estados Unidos te educan desde que eres niño para creer en ello. No lo discutes, sino que simplemente lo asumes”.
        Yo, con los ojos muy abiertos sigo sin poder creérmelo, e insisto: “¿Pero de verdad tu, antes de aquello, eras partidario de la pena de muerte?”. Me contesta muy serio: “Sí. Ahora no estoy orgulloso de eso, es verdad, pero cuando te lo cuente todo entenderás lo que era, y lo que soy…” Así que me dispongo a escuchar a José Joaquín Martínez. Asumo que se tiene que explicar -y muy bien- porque aún no logro liberarme de la perplejidad.
        La historia, según me anticipa, no difiere mucho de lo que es normal en los Estados Unidos. A los 19 es un tipo seguro de sí, ya casado, que va camino del éxito. “Yo era un tío orgulloso, arrogante y pagado de mí mismo -dice. Es normal. Tienes que pensar que a los 24 ya había cumplido el sueño americano y tenía pasta, un buen coche, buena casa, un trabajo decente y la vida resuelta como quien dice... Y estaba seguro de que los tíos que había en el corredor de la muerte eran muy malos y se merecían aquello porque a mí en la vida se me ocurrió que podría terminar allí”. En efecto. José Joaquín es el producto estándar de su mundo. El resultado de una educación perversa que enseña a los niños desde bien pequeños que artilugios como la silla eléctrica, la cámara de gas o la inyección letal son herramientas de justicia y que, dependiendo de para qué, ir armado es necesario e incluso útil.
        Pero vendrá el divorcio y la tormenta en el paraíso. La relación de José Joaquín con su esposa no es buena, se rompe, y hay problemas con la custodia de la niña que tienen en común. “Ya te digo que yo estaba muy crecido por lo que el sueño americano se me quedaba pequeño y, la verdad, no veía mis límites”. Por eso apretó las tuercas a su ex mujer en el tema de la chiquilla, y por eso ella hizo lo que hizo: “no creas que le guardo rencor, ¿eh? Para nada. Ella pensó que iba a perder a la niña y realizó un movimiento desesperado… Vale, se confundió y pasó de vueltas, pero estoy seguro de que no la guió la mala fe sino la angustia”. Así lo cuenta y yo le creo.
        El hecho es que la ciudad de Tampa andaba muy revuelta a finales de 1995 a causa del doble asesinato. Un hombre y una mujer (de 27 y 28 años respectivamente) habían sido tiroteados en su casa. Él era hijo de un jefe de policía y, por lo que parece, andaba metido en líos de drogas bastante gordos. Ella, su pareja, era bailarina en una discoteca. Así era el asunto; en plan teleserie barata. Una cosa muy sórdida. Pero el hecho es que la relativa importancia del varón asesinado hizo que el caso ocupara muchas horas de televisión y radio. Cientos de páginas en la prensa. No en vano los periodistas habían olido una buena historia de corrupción policial y querían tirar de la manta a cualquier precio. Y la policía, por su parte, se volcó con el asunto porque les hacía falta un culpable de inmediato, alguien con el que tapar toda la porquería que desbordaba el retrete. De este modo, fue la ex mujer de José Joaquín quien en un momento de obcecación mental optó por acusarle del doble crimen.
        Él no tenía nada que ver, claro. La única relación que le unía a aquel hombre era que en cierta ocasión habían trabajado para la misma empresa, si bien en turnos diferentes. Sin embargo, de acuerdo con su ex mujer, la policía le tendió una trampa: el 28 de enero de 1996 fue atraído a la casa de ella a fin de que tratara de extraerle una confesión que pudiera ser grabada. Discutieron de todo excepto del supuesto crimen. Todo salió muy mal, chapucero, cutre. La cinta se oía fatal -ininteligible, de hecho- y ellos ni aparecían en las imágenes. No obstante, la policía le detuvo cuando salió de la casa. Había quedado con unos amigos para ver el partido de la Super Bowl (Cowboys vs. Steelers) que nunca llegó a disfrutar. Y ahí comenzó aquel infierno surrealista.
       “Entiéndeme: durante las primeras semanas en las que me tuvieron detenido, interrogándome sin parar, tratando de estrecharme el cerco, yo no daba crédito. Pensaba que en cualquier momento todo se iba a aclarar, quedaría claro que yo no tenía nada que ver con el caso y me pondrían en la calle... Pero no fue así. Ese fue mi error porque, confiado en mi inocencia, decidí no contratar a un criminalista de calidad. Me defendió mi abogado de siempre, un hombre que no era especialista en aquello sino en causas laborales y familiares, y el sistema policial y judicial estadounidense es muy perverso: nadie discute los criterios de la policía, los fiscales sólo buscan la manera de buscarte las vueltas y todo se mueve a base de dinero, de peritos, de gente y de recursos carísimos que pagas para que te apoyen. Entonces yo tenía bastante dinero ahorrado y podría habérmelo permitido... El caso es que ninguna prueba me incriminaba, pero bastó esa grabación que amañó ilegalmente el padre de la víctima -el jefe de la policía, recordemos- para que me condenasen a muerte. Cuando quise darme cuenta estaba con el mono naranja. Angustiado y confuso. Preguntándome todavía cómo narices había llegado allí”.
       Y solo era el comienzo de la pesadilla.

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