martes, 27 de diciembre de 2011

Articulistas - Joe Frazier - Ángel Olmedo Jiménez

ÁNGEL OLMEDO JIMÉNEZ
Subdirector de PASOS, escritor y letrado 

Joe Frazier

        Esta maldita política de la corrección que impera ha conseguido que el boxeo sea una práctica vilipendiada por numerosos núcleos de opinión y, lo que es más productivo en la actualidad, sutilmente olvidada en el universo de los medios de comunicación.
        Por ello, la defensa del noble arte nos obliga a esquivar (el verbo aparece con la maldad más verdadera) las eventuales acometidas de esos altavoces de la defensa de los derechos (sic), los cuales se arrogaron una serie de competencias que, al menos así lo entiendo yo, nadie les otorgó.
        Siempre he pensado que éste no es mi siglo y aventuro que, posiblemente, tampoco lo fuera el pasado. Quizá por ello continúe encontrando un más que evidente halo romántico en el hecho de que dos personas se batan a duelo, manteniendo una contienda con honor y, terminada la misma, se fundan en un abrazo de reconocimiento al esfuerzo y valía del adversario.
        Viene el anterior (y prolijo) alegato a colación de la reciente muerte del mítico estadounidense, campeón del mundo de los pesos pesados y medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Tokio, Joe Frazier.
        El 7 de noviembre de 2011, y tras combatir en los centros hospitalarios igual que en el recinto acordonado, Smokin Joe era vencido por un galopante cáncer de hígado que le mantuvo postrado, en su cama de un hogar para enfermos terminales de Philadelphia, durante los últimos meses de su vida.
        Frazier era, en el ring, un hombre valiente. Su record profesional alienta poco las dudas al respecto: treinta y siete combates, treinta y dos victorias (veintisiete de ellas por knock-out), cuatro derrotas (dos de ellas ante el púgil más grande de todos los tiempos, Muhammad Ali) y un nulo.
        El norteamericano pasará a la historia del boxeo por ser el único deportista que importunó el imperial reinado sostenido por Ali en la edad de oro del pugilismo, en el transcurso del triduo de combates que conforman uno de los más bellos episodios de este gran deporte.
       Quede para el recuerdo, nobleza obliga, un gesto que declara la grandeza de Frazier. Cuando Ali se encontraba suspendido para competir, en virtud de su negativa a prestar servicios militares para Estados Unidos en su contienda con Vietnam, Joe instó al entonces Presidente del país, Richard Nixon, a que condonara la sanción a su rival, habilitándole para pelear oficialmente.
        En su primer duelo, disputado el 8 de marzo de 1971 en el Madison Square Garden de Nueva York, Frazier venció a los puntos, por decisión unánime, a Ali, tras haberle mandado a la lona en el transcurso de la pelea.
        Ali se cobraría cumplida revancha de esa derrota en su siguiente encuentro, que se señaló, casi tres años después, en idéntico escenario. Los jueces, también por decisión unánime, otorgaron el la victoria a Ali, que aspiraba a retar al entonces campeón, George Foreman.
       Para cerrar la controversia, Ali y Frazier se citaron en Manila, el 1 de octubre de 1975, en el promocionado como “The Trilla in Manila”. A los que tuvieron la oportunidad, y el placer, de poder presenciarlo en directo, no hay nada que pueda referírseles. A aquellos que lo vieron o lo disfrutaron, pasado el tiempo, por televisión, no es necesario, tampoco, recalcarles que es el enfrentamiento, por antonomasia, del boxeo. Al resto, esos que aún no lo han contemplado, la invitación se podría equiparar a la que se realiza, a las puertas del Louvre, a un neófito del arte.
        Aparte de la plasticidad y la belleza del combate, en la retina de los aficionados quedará la imagen de un Frazier, ensangrentado y con un ojo a punto de cerrarse (para comprender la dureza del castigo, baste recordar que, en el decimotercer asalto, un golpe de Ali había enviado el protector bucal de Frazier fuera del ring), que pretendía enfilar el decimoquinto round, mientras su preparador, Eddie Futch, formalizaba el abandono.
        En el rincón opuesto, Ali, derrotado físicamente y terriblemente castigado por los golpes de Frazier, tardó unos quince segundos en reaccionar, antes de levantar ambos brazos, levemente, al cielo; cansado, dolido, intuyendo la cercana presencia de la muerte, como el mismo reconocería varios días después de la pelea.
        Alguien podría considerar que la vida privada de Frazier fue lo suficientemente desordenada como para acarrear un final como el acaecido. Otros podrán sugerir que fue un hombre que falló en su lucha primordial, la de sobrevivir a la pesada sombra de Ali (el icono de la generación, que enamoraba a la cámara con su carácter extravertido y polémico).
        Da igual, son terrenos personales que escapan, deberían hacerlo, al menos, de la opinión de cualquier otro congénere.
        Frazier, sin lugar a ningún género de dudas, habita en el reino de la dignidad y cuenta con el respeto de todos, por constituir un ejemplo de superación, entrega, valor y coraje, la quintaesencia del espíritu luchador y entregado por una causa.
        Algunos dirán que es excesivo agasajo para un boxeador. Los mismos que no aciertan a entender la belleza que reside en el noble arte del pugilismo.
        El 7 de noviembre de 2011 fue un día de señalado dolor.
        A todo esto, Nicanor Parra ganó el Cervantes.
        No todo podían ser noticias tristes en este invierno frío.


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